Los pulmones son los órganos que facilitan el proceso de la respiración. Se encuentran por los dos lados del corazón, y protegidos por las costillas. Su función es de transferir el oxigeno a la sangre y a la vez expeler el dióxido carbono del cuerpo. El diafragma separa el tórax del abdomen y es el principal músculo que lleva a cabo el proceso de la respiración. Cuando los pulmones se llenan de aire, la expansión de la cavidad torácica se hace posible por las coyunturas de las costillas en la columna, dejando que suban y bajen con cada respiro.
El aire entra a través de la tráquea, los bronquios y los bronquiolos que se siguen dividiendo en unos 2,400 km de vías respiratorias, hasta llegar a los alvéolos. Se estima que hay entre 300 y 500 millones de estos sacos microscópicos, con un área total estimada de hasta 75 m2. Allí sucede el proceso de intercambio de gases, donde el oxígeno se difusa de los pulmones a la sangre, y el dióxido carbono se saca de la sangre y es exhalado por los pulmones.
El corazón manda sangre a los pulmones a través de dos circuitos separados. Las tejidas de los pulmones en sí, reciben la sangre oxigenada necesaria para su función. Por el otro circuito, la arteria pulmonar, la sangre desoxigenada pasa por capilares pegados con los alvéolos, donde se hace un canje de dióxido carbono por oxigeno, y la sangre ya oxigenada sigue hasta el resto del cuerpo, a través del corazón de nuevo.
Al nacer, falta gran parte de los alvéolos aun, y los pulmones siguen desarrollándose hasta el tercer año. Sin embargo, en otra demostración de la sabiduría y capacidad del Creador, los pulmones, que no han funcionado ni una vez dentro del vientre, al nacer, inmediatamente empiezan a hacer su función sumamente importante, dando oxígeno al pequeño bebe, vital para la vida.
El “soplo del Omnipotente” (Job 32.8) es capaz de grandes obras. En la creación, “por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos, y… por el aliento de su boca” (Salmos 33.6). En la liberación de su pueblo por el mar rojo, “al soplo de tu aliento se amontonaron las aguas…” (Exodo 15.8). En la inspiración de la Biblia, “toda la Escritura es inspirada por Dios…” (2 Timoteo 3.16). En la generación de la vida, por su respiro vivificador, “Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Génesis 2.7). En cambio, “Les quitas el hálito, dejan de ser, y vuelven al polvo” (Salmos 104.29).
Como el aire pasa inadvertido, así el último respiro llega inesperado. El profeta Daniel advirtió al rey Belsasar que “al Dios que tiene en su mano tu propio aliento y es dueño de todos tus caminos, no has glorificado” (Daniel 5.23, LBLA) y de forma inquietante, “la misma noche fue muerto Belsasar, rey de los caldeos” (Daniel 5.30). Sabiendo entonces, que Dios “es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas” (Hechos 17.25), hay que entender que la vida eterna no viene por respirar oxígeno, sino por recibir al Hijo. “El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5.12).
Timoteo Woodford
Ventilación Vivificadora – Sus pulmones (mensajeromexicano.com)
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