Dios estaba oculto dentro del velo, y el adorador no podía siquiera acercarse al altar que estaba delante de los dos velos, para ofrecer allí sus ofrendas o sus sacrificios; el sacerdote recibía sus ofrendas o la sangre de la víctima en sus manos y las presentaba a Dios. Este sistema entero declaraba que el hombre no podía acercarse a Dios; Dios permanecía en espesa oscuridad; y aun aquellos que más se le acercaban, sus propios sacerdotes, no podían llegar a Él; era necesario que se detuviesen fuera del velo.
El cristianismo es lo opuesto a todo este orden de cosas, aunque el tabernáculo y todas las ordenanzas que le atañen nos presenten, bajo admirables figuras, verdades que se refieren a Cristo. En el Evangelio, Dios se ha revelado; no mora más en la oscuridad: “Las tinieblas van pasando”, dice el apóstol Juan “y la luz verdadera ya alumbra” (1.ª Juan 2:8), porque el Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros. La perfecta gracia fue manifestada al más vil pecador. Ya que no podíamos acercarnos a Dios, Dios se acercó a nosotros. Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados” (2.ª Corintios 5:19). “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (Juan 1:4).
El testimonio de Dios ahora es: “Que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida” (1.ª Juan 5:11-12). “La gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres” (Tito 2:11). El más vil pecador es bien recibido por el Señor Jesús; el leproso, cuya impureza lo excluía del campamento de Israel con cualquiera que lo tocase, vio que Jesús se le acercó, puso su mano sobre él y lo tocó. La gracia nos visitó; Dios se ha manifestado como “amigo de publicanos y de pecadores (Mateo 11:19).
Pero eso no es todo. Si Dios en su gracia visitó así al pecador, éste no podía llegarse a Él en su santa morada sin haber sido purificado; por eso Jesús no sólo vivió sino que también murió. Y ¿cuál fue el efecto de su muerte?: el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo (Mateo 27:51), el velo tras el cual Dios moraba oculto e inaccesible; y, además, la muerte de Cristo, que rasgó el velo, también quitó completamente el pecado de sobre todo aquel que cree en Él. Cristo llevó nuestros pecados, y su sangre purifica de todo pecado.
El Evangelio no solamente nos enseña que Dios es amor perfecto, que “Dios muestra su amor para con nosotros en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”, sino que, además, si creemos en el poder eficaz del sacrificio de Cristo, hemos hallado también lo que ha borrado nuestros pecados, pues Él “se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas” después de haber “efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo”, y no antes de ese momento (Hebreos 1). Así pues, la sangre de Cristo purifica la conciencia y la hace perfecta, y Dios no se acuerda más de nuestros pecados ni de nuestras iniquidades; así también “no hay más ofrenda por el pecado”, porque han sido perdonados y “con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (cf. Hebreos 9 y 10).